Era en el cariñoso silencio de nuestra
casa. Por la ventana abierta entraba el aliento tibio de la noche, haciendo
ondular suavemente el borde rizado de la pantalla color de rosa. La luz
familiar de la vieja lámpara acariciaba nuestras frentes, llenas de paz,
inclinadas a la mesa de trabajo. Tú leías, y escribía yo. De cuando en cuando
nuestros ojos se levantaban y se sonreían a un tiempo. Tu mano posada como una
pequeña paloma inquieta sobre mí, aseguraba que me querías siempre, minuto por
minuto. Y las ideas venían alegremente a mi cerebro rejuvenecido. Venían
semejantes a un ancho río claro, nacido para aliviar la sed dolorosa de los
hombres.
Las horas pasaron, y un vago cansancio
bajó a la tierra. Cerraste el libro; mi pluma indecisa se detuvo. Concluía la
jornada, y el sueño descendía sobre las cosas. Y el sueño era reposo. No
teniendo nada que soñar, deseábamos dormir, dormir y despertar con la aurora
para seguir viviendo el sueño real de nuestra vida. Y nos miramos largamente, y
vivimos la vida en el hueco sombrío de nuestras órbitas.
La veíamos y la comprendíamos. Por
estrecharla nos abrazamos. Nuestras bocas al interrogarla chocaron una con
otra, y no se separaron. La dulzura de tu piel languideció mi sangre. Tu
corazón empezó a latir más fuertemente. La vida se apoderaba de nosotros,
estrujándonos con la voluptuosidad de sus mil garras. Inmóviles a la orilla del
abismo, saboreábamos de antemano la delicia mortal…
De pronto un objeto minúsculo cayó
sobre el disco del delgado bronce que tus cabellos rozaban.
Era una mariposilla de oro. Quedó
yerta un momento. Y con repentina furia comenzó a agitarse contra el metal. Sus
alas pálidas vibraban tan rápidas que parecían un tenue copo de bruma
suspendida. Su cabecita embestía el bronce y resbalaba por él, y la loca
mariposa giró en giro interminable a lo largo del cóncavo y brillante surco.
Una convulsión uniforme galvanizaba aquella molécula de polvo y de pasión. Su
volar titánico daba una continua y tristísima nota de violín enfermo.
Hipnotizados por el leve y tenaz gemido, contemplamos la lucha del insecto
contra su enemigo invisible.
¡Enemigo poderoso! La espiral
frenética se contraía. Llegaba al paroxismo delirante. El vientrecillo arqueado
se retorcía y en un espasmo cruel se desgarró por fin, brotando un racimo de
fecundada simiente…
Y la tristísima nota seguía aún
quejándose, chisporroteo eléctrico que acababa de abrasar las pobres alas
pálidas. Y sentimos el enorme peso de la Naturaleza gravitar sobre el
cuerpecillo moribundo, la formidable presión del destino escapar silbando a
través de una rendija imperceptible. Y el lamento cesó, y las alas se acostaron
para siempre, asesinadas por la vida…
Y volvimos a ver la vida en el hueco
sombrío de nuestras órbitas. La vimos enlazada con el amor y con la muerte.
Temblando de felicidad, nos desplomamos juntos en el lecho blanco…
De Rafael Barret. (Obras Completas Tomo II)
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